Simón Bolivar

6 de agosto del 2011
El latinoamericano máximo
Jorge Eduardo Arellano
Simón Bolívar (1783-1830) es el inaugurador de la tradición identitaria de la América Latina, retomada en el siglo XIX por el cubano José Martí y por el nicaragüense Rubén Darío —ambos paradigmas de la construcción discursiva de la América nuestra— y, en los años 20 y 30 del siglo XX, por Augusto C. Sandino. El aporte de éste a la mismidad del nosotros latinoamericano es innegable. Pero ya ha sido estudiada a profundidad por filósofos como el mexicano Leopoldo Zea, el panameño Ricaurte Soler y el argentino Alberto Buela en su antología Pensadores Nacionales Iberoamericanos (1993).
Basta recordar el escrito mayor de Sandino “Plan de realización del Supremo Sueño de Bolívar” y su conocido testimonio: Ah, Napoleón. Fue una inmensa fuerza, pero no hubo en él más que egoísmo. Muchas veces he empezado a leer su vida y he tirado el libro. En cambio, la vida de Bolívar siempre me ha emocionado y me ha hecho llorar. El Libertador, ni más ni menos, encarnaba el grado más alto de su ideal latinoamericanista.
Porque hay una vinculación directa —un histórico hilo de Ariadna— entre ambos. Efectivamente: el centroamericano se empeñó en sostener y demostrar que la independencia por la que había luchado Bolívar fuese defendida a cualquier costo, al margen de la descomunal fortaleza de la potencia amenazadora y de las desventajas de la pelea por defenderla. Y que, al desarrollar esa lucha, las fronteras de Latinoamérica quedaban abolidas, por ser la amenaza de la independencia de uno de estos pueblos amenaza para todos. “Sandino basó la solidaridad continental sobre la comunidad de aspiración a la libertad y determinación de mantenerla” —anota Salomón de la Selva.
Pero si el guerrillero de nuestra América fracasó en esa determinación, aunque su resistencia nacionalista haya contribuido a expulsar a los marines estadounidenses que intervinieron por segunda vez —de 1927 a 1932— en Nicaragua para restablecer su pax americana, Bolívar realizó su gran proyecto. Su proyecto fue la independencia política de la América española entre el periodo de la generación finisecular del siglo XVIII (1780-1805) de la ilustrada sociedad criolla hispanoamericana y el proceso revolucionario de la Independencia, generado a principios del siglo XIX (1806-1824, año de la batalla de Ayacucho, ganado por el más querido lugarteniente de Bolívar: José Antonio Sucre).
Para ejecutar ese proyecto, Bolívar protagonizó 472 combates (entre ellos 36 batallas) necesarios para liberar las que ahora constituyen cinco naciones: Colombia (1819), Venezuela (1821), Ecuador (1822) Perú (1824) y Bolivia (1825); dirigió 37 campañas, habiendo ganado 27, perdido 8 (y dos de resultado incierto); escribió cinco mil cartas —menos de la mitad lamentablemente perdidas—, setecientos ochenta decretos, cien proclamas; otras tantas arengas, tres ensayos literarios y una biografía breve (la de Mariscal de Ayacucho).
Todo esto quiere decir —deduce el colombiano Gustavo Vargas Martínez— que de los 7538 días de la actividad revolucionaria a partir de la misión a Londres hasta su deceso en San Pedro Alejandrino, casi no faltó un día en que redactara una carta o promulgara un decreto, ni que corriera trece kilómetros diarios en promedio… cuando sólo Colombia cubría más de dos millones de kilómetros cuadrados, extensión más vasta que todas las conquistas de Napoleón y casi tres veces las tierras libertadas por Washington.
Partiendo de su percepción americana que tuvo su momento clave en el encuentro con Alexander von Humboldt (1769-1859) en París, Bolívar concretizó la tendencia independentista de la América española entrelazándola con una tradición autóctona: la de los levantamientos armados que, al margen de sus diversas causas económicas o políticas, habían sido como campanazos de libertad en la conciencia de los criollos. Me refiero a los movimientos de los comuneros del Paraguay en 1725, al de Nueva Granada en 1749 y al de Tupac Amaru en 1781.
En su concepción fundacional, expuesta sobre todo en la clarividente “Carta de Jamaica” (1815) y en el vaticinador “Discurso de Angostura” (1819), Bolívar no sólo se proclama Padre de la Independencia sino Hijo de la Libertad. Impulsado por la fuerza vital del movimiento de masas que encabezó, sostuvo que la soberanía popular es la “fuente de autoridad legítima, depositaria de la voluntad soberana y árbitro del destino de la nación”. De ahí que su filosofía política —remontada a Montesquieu— no tuviese otro fin de la creación de pueblos libres.
Sin embargo especifica,definiéndola etnológicamente, su América: No somos ni europeos ni indios, sino una especie intermedia entre los aborígenes y los españoles. Americanos de nacimiento y europeos por nuestros derechos, es necesario disputar con los naturales los títulos de posesión y luchar contra el invasor en el país que nos vio nacer. Aparte de la naturaleza mestiza de nuestra herencia cultural, advierte el peso —también definitorio— del legado o “pringue africano”; en otras palabras, se impuso emancipar socialmente a los oprimidos y humillados, es decir a los negros, indios, zambos y mulatos. El 12 de junio de 1816 declaró la liberación de los esclavos. Y en 1819, además de ratificar la abolición de la esclavitud, liberó a sus propios esclavos, heredados del patrimonio paterno. Desde entonces, dispuso de la base social y política para su lucha contra el imperio colonial español. De lo contrario, Bolívar sólo hubiera representado al patriciado criollo.
Todavía más: el americanismo bolivariano postuló la necesidad de la unidad latinoamericana que excluía los Estados Unidos de Norteamérica. Su América difería mucho con la de los herederos del Mayflower: con un mismo origen mestizo, estaba unida por la lengua, las costumbres y la religión. Así, explícitamente, lo dejó escrito en la “Carta de Jamaica”, y en su carta de 1825 dirigida a Santander: No nos conviene admitir en la liga a los Estados Unidos.
Quien pretendió liberar a la propia España de sus gobiernos despóticos nacionales y extranjeros —acota Ernesto Mejía Sánchez—, también era un escritor extraordinario, porque el proyecto militar, por grandioso o modesto que sea, necesita del pensamiento bien y claramente expresado. De ahí que haya conciliado la dirigencia de la acción con la genialidad de la escritura. La constitución de Bolívar, obra suya, fue la más original de todas las surgidas en nuestras naciones. De ahí también la calidad prosística de Bolívar, intencionalmente lírica en “Mi delirio del Chimborazo”, arrebatadoramente romántica en sus cartas a Manuela Sáenz, visionaria en el “Manifiesto de Cartagena” (1812), integracionista en el “Proyecto del Congreso Anfictiónico de Panamá” (1922), armónica de la sobriedad estilística y la altitud mental en la mayoría de sus documentos.
No pocos nicaragüenses (poetas y ensayistas) se han dedicado al estudio y encomio de Bolívar. Entre quienes le consagraron libros y folletos, figuran Manuel Maldonado, José Jirón Terán, Carlos Tünnermann Bernheim, Margarita López Miranda, Iván Escobar Fornos y Aldo Díaz Lacayo, Premio Nacional de Historia “Tomás Ayón” 2001. Pero la semblanza más sintética es la de Mejía Sánchez. “Su vida y su obra —escribió en 1971— han despertado el interés, la admiración y hasta el vituperio de miles de europeos y americanos, militares, historiadores, poetas, políticos, biógrafos, pintores y escultores. Imposible abarcar en una página al máximo americano que iguala con la vida el pensamiento. Su prosa política, militar y epistolar, desde su primera juventud hasta su muerte, temprana y trágica, muestran la garra del genio, en proclamas, manifiestos, constituciones, discursos y proyectos de cartas que van de lo visionario a la intimidad más profunda”.
Y agrega Mejía Sánchez: “Nadie como él en América, en corto tiempo recorrió Europa en afán de aprendizaje y conocimiento, y su continente suramericano con amor de libertad, triunfo y sacrificio. Discípulo del peregrino ingenio de Simón Rodríguez y del humanista Bello, que lo acompaña a Londres en 1810 para promover la simpatía de Inglaterra hacia el movimiento de Emancipación, lee y asimila en todos los momentos de su brillante y azarosa actividad militar, política y amorosa, la cultura de toda Europa, unida a su experiencia de hombre americano. Heredero del Precursor Francisco de Miranda, realizador de un vasto ideal de la independencia, libera a su patria del poder español y funda la Gran Colombia. Cruza el Ecuador para proteger el Perú; funda y dicta constitución a Bolivia. Las batallas de Boyacá, Junín y Ayacucho, etc., no son mayores en pensamiento y visión que la Carta a William White (1820), el Proyecto del Congreso Americano de Panamá (1822) o el Mensaje al Congreso Constituyente de Bolivia (1826). Pero su documento más representativo es la Carta de Jamaica (1815), plena de profecía y de conocimiento de América, escrita en el exilio, pobre y derrotado, pero con el ánimo en pie, pronto a la lucha, como quien es dueño de su responsabilidad y de su destino”.

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